18/1/13

Novelazas

Muerta de cansancio pero imposibilitada de hacer otra cosa que seguir estancada en los recuerdos de mi niñez en medio del monte y del lago en el pueblo tan lejano ahora, las imágenes de la novela Un dulce olor a muerte escrita por Guillermo Arriaga (el mismo del corto El Pozo que posteé tres entradas atrás y el mismo de...bueno che, buscalo vos que es harto conocido el hombre) me evocaron miles de sensaciones.
Durante tres días me acompañó en el transporte hacia y desde el trabajo, en algunos momentos no lograba dominar la ansiedad y leía un par páginas en horario laboral.
Mi intención no es emular una crítica literaria, quienes me conocen saben que sólo alcanzo a ser lectora involuntaria eso sí, ávida. Nada me gusta más que leer, sí...el sexo y comer me gustan más pero ¿a quién no?
El día que cumplí los cuarenta y dos años, el catorce de enero S. Mayor llegó con el regalo en nombre de las tres (mi madre que está de visita, S. Menor y ella), era dos libros uno de Pedro Lemebel, Tengo miedo torero (¡qué prosa!) y el otro que te comento ahora.
Era imposible conseguirlo en Neuquén (el de Pedro Lemebel también) pero ya sabemos cómo es la tenacidad juvenil mi hija mayor lo consiguió, mi felicidad era abrumadora y ensordecedora (por no decir que gritaba y saltaba de la contentera) porque (dicen por ahí) me alegro como una nena, me entristezco como una nena pero estoy condenada a hacer cosas de adulta. Y es verdad, no necesito mucho para divertirme, como una nena.
No voy a contarte qué dice la novela así te pica la curiositud y la leés.
Cuando tenemos las veladas paquetas (una vela sobre una lata de arvejas) y nos hacemos las intelectuales con mis hijas, siempre les digo que me resulta imposible creerle a un artista si no vive o piensa, masomeno como lo que hace, el caso es que el escritor de esta novela estoy segura que marcará un antes y un después porque es fiel a sí mismo, lúcido, inteligente y no se guarda sus secretos, su grandeza reside justamente en que no se la cree ni ahí (a ver si aprende la gilada de una vez), uno es sólo esto que es y lo es una sola vez por tiempo indeterminado.
Tiene mucha razón cuando dice que el talento no se puede ocultar y tiene razón también en muchas otras cosas, dan ganas de tenerlo de vecino nianquesea (menos mal que no hay impuestos al soñar).
Yo me quedé sumida en el calor sofocante del pueblo, la polvareda, los enredos, los amores y la muerte.
Me tuvo agarrada del cuello como hacía rato no me pasaba con un libro, el de Los caníbales me tuvo así pero de horror, éste, de otra manera, algo así como ¿qué irá a pasar? ¿qué irá a pasar? capítulo tras capítulo. Fijate el título, Un dulce olor a muerte...faaaaaa muy capo.
El Gitano es mi favorito sin dudamente, la abuela de Gabriela tiene mucho de mi abuela Leonor, mi adoradísima abuela Leonor.
El toro muerto me recordó las faenas de gallinas, de vacas, de cerdos en la casa donde me crié, parecía que la veía a Ña Leonor con la res colgando de dos ganchos enormes y ella despostando munida sólo de una sierra, con las piernas abiertas y una mano ensangrentada hasta el codo, es la imagen que más me gusta de ella, mientras la miraba mi mente de nena pensaba que qué macana que sólo hubiera un dios y no hubiera una diosa, que si las diosas existieran deberían de ser así, sudorosas, fuertes y sin asco como ella batallando con la vaca descabezada en la cocina de campaña de su casa. Después me fue pasando la vida y dios no existe, pero las diosas sí.

Ufff pasó la media noche hace treinta y cinco minutos, te dejo con el que estoy escuchando ahora:


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